''La mente es un juguete maravilloso... y es maravilloso hacerla trizas''.
Sádico
y astuto, Thresh es un espíritu insomne que se enorgullece de su
capacidad de atormentar a los mortales y quebrarlos con parsimoniosa y
agónica inventiva. El sufrimiento de sus víctimas va más allá de la
muerte, porque Thresh destroza también sus almas encerrándolas en su
farol para toda la eternidad.
En una época que el mundo
prácticamente ha olvidado, el hombre que más adelante respondería al
nombre de Thresh era miembro de una orden consagrada a la recopilación y
custodia del saber. Los maestros de esta orden le encomendaron la tarea
de proteger una cámara subterránea y oculta, repleta de impías y
peligrosas reliquias mágicas. Por su voluntad de hierro y su carácter
metódico, Thresh era la persona idónea para esta tarea.
La cámara
que debía proteger estaba enterrada en lo más profundo de una
ciudadela, situada en el centro de un archipiélago y protegida por
sellos rúnicos, cerraduras arcanas y poderosos guardianes. Pero con el
paso del tiempo, la magia negra que contenía dejó sentir su influjo
sobre la innata malicia de Thresh y este, poco a poco, comenzó a
cambiar. Año tras año, las reliquias apelaron a sus inseguridades, se
mofaron de él utilizando sus mayores temores y alimentaron su amargura.
El
rencor de Thresh afloró a la superficie en forma de actos de lasciva
crueldad, al mismo tiempo que florecía su talento para explorar las
vulnerabilidades ajenas. Le arrancaba lentamente las páginas a un libro
viviente, para cosérselas de nuevo cuando estaba prácticamente
destrozado. Arañaba la superficie de un espejo en el que estaban
atrapados los recuerdos de un viejo mago hasta dejarla opaca (y al mago
ciego), para luego volver a pulirla y empezar de nuevo. Del mismo modo
que un secreto quiere ser contado, no hay nada que un hechizo desee más
que ser lanzado, pero Thresh se lo negaba día tras día. Comenzaba a
recitar el encantamiento y dejaba que su lengua fuera desgranando las
palabras... para detenerse justo antes de la última sílaba.
Adquirió
una exquisita habilidad para ocultar todas las pruebas de su crueldad,
de manera que nadie sospechara que era otra cosa que el más disciplinado
de los guardianes. La cámara había crecido hasta tal punto que nadie
conocía su contenido tan bien como Thresh y de este modo, las reliquias
menos importantes fueron borrándose del recuerdo de la orden... al igual
que el propio Thresh.
Pero el hecho de tener que esconder su
meticuloso trabajo le provocaba un amargo resentimiento. Todo cuanto
estaba encomendado a su cuidado era maléfico o se había corrompido de
algún modo... ¿Por qué no era libre para usarlo a su antojo?
La cámara albergaba numerosos artefactos mágicos, pero ninguna otra criatura viviente... hasta el día en que arrastraron hasta su interior a un hombre cargado de cadenas. Era un hechicero que había impregnado su propio cuerpo de brujería pura, lo que le daba el poder de regenerar su carne por atroces que fuesen sus heridas.
Thresh quedó
entusiasmado al ver lo que le habían traído: una criatura capaz de
experimentar el sufrimiento humano en toda su intensidad sin perecer
nunca, un juguete que podía durar años y años. Lenta y metódicamente,
comenzó a arrancarle la piel con un gancho, y luego usó unas cadenas
para lacerar y desgarrar la herida abierta hasta que volvió a cerrarse.
Adquirió el hábito de llevar las cadenas al recorrer la cámara, más que
nada por el placer que le inspiraba el terror que embargaba al hechicero
al oír el lento chirrido que lo precedía al aproximarse.
Enfrascado
en los pormenores de sus tormentos en el interior de la cámara, Thresh
comenzó a distanciarse cada vez más de la orden del exterior. Comía en
las subterráneas estancias, a la luz de un solitario farol, y raras
veces salía a la superficie. Su tez cobró una marcada palidez por la
falta de luz y su semblante se volvió enjuto y consumido hasta el
extremo. Los miembros de la orden empezaron a evitarlo, pero incluso
así, cuando se produjeron una serie de misteriosas desapariciones en su
seno, a nadie se le ocurrió investigar la guarida de Thresh.
Pero
entonces sobrevino la gran catástrofe conocida como la Ruina y una
oleada de energía mágica se cobró las vidas de todos los habitantes del
archipiélago y los sumió en un estado de no muerte. Mientras los demás
aullaban de angustia, Thresh se solazaba en la aniquilación. Salió de
este cataclismo transformado en una abominación espectral, aunque, a
diferencia de muchos que habían pasado al mundo de las sombras, sin
perder su identidad. Si acaso, su afición a la crueldad y la tortura y
su capacidad de discernir las debilidades ajenas se vieron acrecentadas.
Su nueva realidad le ofrecía la oportunidad de dar rienda suelta
a su crueldad sin miedo a las represalias y sin las limitaciones
derivadas de la mortalidad. Como espectro, Thresh podía atormentar sin
fin a vivos y muertos y deleitarse con su desesperación antes de
reclamar sus almas para someterlas a una eternidad de sufrimiento.
Ahora,
Thresh busca víctimas muy concretas: los más inteligentes y duros,
quienes poseen mayor fuerza de voluntad. Lo que más le gusta es
atormentar a sus víctimas hasta arrancarles el último destello de
esperanza, para luego obligarlas a afrontar la inexorable agonía de sus
cadenas.
LA RECOGIDA
Un espantoso chirrido
metálico se extendió sobre los campos. En el exterior, una neblina
antinatural ocultó la luna y las estrellas, y el zumbido de los insectos
se sumió de pronto en un completo silencio.
Thresh
se acercaba a una destartalada cabaña. Levantó su farol, no para ver lo
que lo rodeaba, sino para mirar en el interior del cristal. Más allá de
este se veía algo que parecía un firmamento estrellado, con millares de
minúsculos orbes ardientes. Cada uno de ellos zumbó frenéticamente,
como si quisieran escapar a la mirada de Thresh. Los
labios de este se retorcieron en una grotesca sonrisa y su dentadura
resplandeció a la luz. Cada uno de aquellos orbes le era muy preciado.
Tras la puerta sollozaba un hombre. Thresh percibió su dolor y se sintió atraído por él. Conocía el sufrimiento del hombre como si fuera un viejo amigo.
Solo
se había aparecido al hombre en una ocasión, décadas antes, pero desde
entonces le había arrebatado todo aquello que amaba: de su caballo
favorito a su madre, su hermano y, en los últimos tiempos, un criado que
se había convertido en su confidente. El espectro no se había molestado
en fingir que las muertes habían tenido causas naturales. Quería que el
hombre supiera quién era el responsable de cada una de ellas.
Atravesó
las puertas, acompañado por el chirrido de las cadenas que arrastraba.
Las paredes estaban llenas de humedades y cubiertas por años de mugre. Y
el hombre tenía un aspecto aún peor: el pelo crecido y enredado, y la
piel salpicada de costras en carne viva, abiertas por sus propias uñas.
Su ropa, antaño un traje de buen terciopelo, no era ahora más que un
montón de andrajos.
El hombre se apartó dando un respingo
del fulgor verde y se tapó los ojos. Con un violento estremecimiento,
retrocedió hasta el rincón de la cabaña.
—Por favor. Por favor, tú no —susurró.
—Hace tiempo te reclamé como mío — siseó Thresh con una voz tan cascada como si llevara una eternidad sin pronunciar palabra—. Es la hora de la recogida...
—Me
estoy muriendo —respondió el hombre con un hilo de voz—. Si has venido a
matarme, más vale que te apresures. Hizo un esfuerzo por mirar
directamente a Thresh.
El espectro sonrió aún más. —No es tu muerte lo que deseo.
Dejó
entreabierta la portilla de cristal de su farol. Unos sonidos extraños
salían de su interior, como una cacofonía de gritos.
El
hombre no reaccionó, al menos al principio. Las voces eran tan numerosas
que se fundían como el chirrido de infinitos fragmentos de cristal.
Pero el hombre abrió los ojos de par en par al oír que salían del farol
las súplicas de algunas que reconocía. Oyó a su madre, a su hermano, a
su amigo del alma y, por fin, lo que más temía: las voces de sus hijos,
aullando como si los estuvieran quemando vivos.
—¿Qué has hecho? —exclamó. Sus manos buscaron a tientas hasta encontrar algo, una silla rota, y se la lanzaron a Thresh con todas sus fuerzas. Pero la silla atravesó al espectro sin tocarlo y Thresh respondió con una carcajada desprovista de toda alegría.
El
hombre se abalanzó sobre él con los ojos inflamados de furia. Las
cadenas del espectro se pusieron en movimiento como serpientes. Los
garfios alcanzaron al mortal en el pecho, le abrieron las costillas de
par en par y atravesaron su corazón. El hombre cayó de rodillas, con el
rostro contraído de deliciosa agonía.
—Los abandoné para mantenerlos a salvo —sollozó. Un reguero de sangre cayó de su boca.
Thresh
tiró con fuerza de las cadenas. Durante un instante, el hombre no se
movió. Entonces comenzó el desgarro. Como una sábana de hilo convertida
lentamente en trapos, fue arrancado de sí mismo. Su cuerpo se convulsionó con violencia y su sangre regó las paredes.
—Empecemos, pues —dijo Thresh.
Tiró del alma cautiva, que brillaba con palpitante intensidad a un
extremo de la cadena, y la introdujo en el farol. El cadáver del hombre,
ya vacío, se desplomó al tiempo que Thresh se marchaba.
El
espectro se alejó de la choza en compañía de la ensortijada Niebla
Negra, con el farol en alto. Solo después de que se hubiera ido, una vez
disipada la niebla, reanudaron los insectos su nocturno coro y
volvieron a brillar las estrellas en el firmamento.
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