Alzado.
Azir recorría el Camino del Emperador, pavimentado de oro. Las
inmensas estatuas de los primeros gobernantes de Shurima, sus
antepasados, vigilaban sus pasos.
La ciudad estaba bañada en la
suave y débil luz que presagiaba el alba. Las estrellas más brillantes
aún eran visibles en lo alto, aunque pronto quedarían apagadas por el
sol naciente. El cielo nocturno no era como Azir lo recordaba. Las
estrellas y constelaciones estaban desalineadas. Habían pasado varios
milenios.
A cada paso que daba, su pesado báculo de mando producía una nota solitaria que resonaba por las calles vacías de la capital.
La
última vez que había recorrido aquel camino, una guardia de honor de
10 000 guerreros seguía sus pasos y los vítores de la multitud hacían
temblar el suelo. Aquel iba a ser su momento de gloria... pero se lo
habían arrebatado.
Ahora, aquella era una ciudad de fantasmas. ¿Qué había sido de su pueblo?
Con
un gesto imperioso, Azir ordenó a las arenas que rodeaban el camino que
se alzaran y crearan estatuas vivientes. Aquella era una visión del
pasado, ecos encarnados de Shurima.
Las figuras de arena volvían
la cabeza hacia el inmenso Disco Solar que colgaba sobre el Estrado de
la Ascensión, media legua más adelante. Allí seguía colgado aquel
símbolo como declaración de la gloria y el poder del imperio de Azir,
aunque ya no quedara nadie para verlo. La hija de Shurima que lo había
despertado, miembro de su linaje, se había ido. Podía sentirla en el
desierto. La sangre los vinculaba.
Mientras Azir recorría el
Camino del Emperador, los ecos de arena de su pueblo empezaron a señalar
el Disco Solar y sus expresiones de alegría se trocaron en espanto.
Abrieron la boca para proferir gritos silenciosos. Se giraron para
escapar, pero chocaban los unos con los otros. Azir lo contemplaba todo
en desesperado silencio, un mero testigo de los últimos momentos de su
gente.
Las estatuas fueron obliteradas por una oleada de energía
invisible que los redujo a polvo y los esparció a los cuatro vientos.
¿Qué había sucedido durante su Ascensión para que se desatara tal
catástrofe?
Entrecerró los ojos. Su andar era ahora más resuelto.
Llegó a la base de la Escalera de la Ascensión y comenzó a subir los
peldaños de cinco en cinco.
Solo sus más fieles soldados, los
sacerdotes y aquellos de sangre real tenían permitido poner el pie en
aquella escalera. Versiones de arena de estos buenos súbditos
flanqueaban su paso y miraban hacia arriba en angustiado silencio, antes
de que también ellos fueran barridos por el viento.
Azir subió
las escaleras más rápido de lo que ningún hombre era capaz. Sus garras
se clavaban en la piedra y dejaban en ella su marca. Mientras ascendía,
figuras de arena se alzaban a ambos lados solo para ser destruidas.
Llegó
hasta la coronación. Allí vio el último círculo de observadores: sus
más cercanos ayudantes, sus consejeros, los altos sacerdotes. Su
familia.
Cayó de rodillas. Su familia estaba ante él, representada
con perfecto y angustioso detalle. Su mujer, muy embarazada. Su tímida
hija, cogida a la mano de su madre. Su hijo, erguido, a punto de
convertirse en hombre.
Azir vio con horror cómo cambiaba la
expresión de todos ellos. Aunque sabía lo que iba a suceder, no era
capaz de apartar la mirada. Su hija ocultó el rostro entre los pliegues
del vestido de su esposa. Su hijo echó mano a la espada y gritó
desafiante. Su esposa... abrió mucho unos ojos llenos de pesar y
desespero.
El suceso invisible los redujo a la nada.
Aquello
resultaba insoportable, pero las lágrimas no acudían a Azir: su forma
Ascendida le vedaba para siempre aquel sencillo acto de pesar. Se
incorporó lleno de angustia. Aún quedaba una pregunta: ¿cómo había
sobrevivido su línea de sangre, como sin duda era el caso?
Le esperaba un último eco.
Avanzó, se detuvo un paso por debajo del Estrado y observó cómo la escena de arena se reproducía ante sus ojos.
Se
vio a sí mismo en forma mortal, elevándose en el aire bajo el Disco
Solar, con los brazos extendidos y la espalda arqueada. Recordaba aquel
momento. El poder lo recorrió e imbuyó su ser con una fuerza divina.
En la arena se formaba una nueva figura. Su fiel esclavo, su mago... Xerath.
Su
amigo musitó una palabra silenciosa. Azir se vio a sí mismo quebrarse
como el cristal y explotar en miles de fragmentos de arena.
''Xerath'', susurró.
La expresión del traidor era indescifrable, aunque él no veía más que el rostro de un asesino.
¿De dónde procedía tanto odio? Nunca había sido consciente del mismo.
La
imagen de arena de Xerath se elevó por los aires mientras las energías
del Disco Solar se concentraban en su ser. Un grupo de guardias de élite
acudió corriendo, pero ya era demasiado tarde.
Una brutal onda
de choque de arena desintegró los instantes finales de Shurima. Azir se
encontraba solo entre los ecos moribundos de su pasado.
Aquello era lo que había matado a su pueblo.
Se
giró en el momento exacto en que los primeros rayos del nuevo amanecer
alcanzaban el Disco Solar. Ya había visto suficiente. La imagen de arena
de Xerath transformado se deshizo a su espalda.
Los rayos de luz
se reflejaban cegadores en la inmaculada armadura dorada de Azir. En ese
instante, supo que el traidor aún vivía. Sentía la esencia del mago en
el aire que respiraba.
Alzó una mano y un ejército de sus soldados de élite nació de las arenas, a los pies de la Escalera de la Ascensión.
''Xerath'', repitió con voz teñida de rabia. ''Tus crímenes no quedarán sin castigo''.
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