"Todas las cosas deben morir... mas yo sigo con vida''.
El
luctuoso muerto viviente conocido como Mordekaiser es uno de los más
aterradores y odiosos espíritus de las Islas de la Sombra. Lleva
incontables siglos en el mundo, protegido frente a la auténtica muerte
por su nigromancia y la fuerza de su sombría voluntad. Quienes se
enfrentan a él en batalla se arriesgan a sufrir un terrible destino,
pues Mordekaiser esclaviza las almas de sus víctimas para convertirlas
en instrumentos de destrucción.
Mordekaiser fue mortal en su
tiempo, un brutal rey brujo que gobernó sobre las tierras del oriente de
Valoran mucho antes del advenimiento de Demacia o Noxus. Entraba en
combate embutido en una pesada armadura de hierro y masacraba a todos
los que se atrevían a oponérsele, aplastándolos bajo su maza mágica,
Ocaso.
Tan odiado como temido, finalmente sus enemigos se aliaron
para poner fin a su negro reinado. Tras un largo y sangriento día de
batalla, Mordekaiser se encontró cara a cara con su destino sobre una
montaña de cadáveres, rodeado de enemigos. Murió riendo, atravesado por
flechas, espadas y lanzas, pero mientras lo hacía prometió a sus
ejecutores que regresaría a buscarlos.
Arrojaron su cadáver en una
pira inmensa, entre las celebraciones de sus enemigos. Y aunque las
llamas no pudieron hacer otra cosa que ennegrecer su armadura, el cuerpo
de Mordekaiser quedó reducido a un montón de huesos carbonizados.
Las
hogueras ardieron durante días sin, pero cuando finalmente se
extinguieron y partieron los vencedores, un aquelarre de brujos acudió
al lugar y cribó las cenizas para recoger la armadura y los huesos de
Mordekaiser. Se las llevaron lejos de allí en secreto, y en una noche
sin luna tendieron el cadáver sobre una losa grabada con runas y
conjuraron un encantamiento de maléfica nigromancia. Al llegar su magia
negra al crescendo, una forma siniestra apareció sobre la losa. La
espectral sombra se puso en pie dejando tras de sí el esqueleto.
Era
un espectro hecho de oscuridad pura, cuyos ojos ardían sin embargo con
malicia. Las placas de la armadura, ennegrecidas por el fuego, se
acoplaron sobre el espíritu, como atraídas por una poderosa magnetita,
mientras los hechiceros se postraban de rodillas ante su revivido
maestro. Les habían prometido un gran poder por sus servicios, pero no
habían previsto qué forma adoptaría su recompensa.
Utilizando su
nuevo dominio de las artes nigrománticas, Mordekaiser les hizo el regalo
de la no-muerte, atrapados entre esta vida y la otra. Se transformaron
en liches, viles cadáveres vivientes condenados a servirlo hasta el fin
de los tiempos.
A lo largo de la década siguiente, Mordekaiser se
encargó de acabar con todos aquellos que lo habían desafiado. Les
extrajo el alma, y los sometió a su voluntad inmortal, como servidores
suyos para toda la eternidad.
Tras haber asumido el manto dla
Pesadilla de Hierro, el reinado de pesadilla y oscuridad de Mordekaiser
se prolongó durante muchos siglos. Durante este periodo hubo varias
veces en que se le dio por muerto, pero en todas ellas regresó, revivido
por el poder de sus liches.
Los huesos de Mordekaiser eran la
clave de sus impías resurrecciones y así, a medida que iban pasando los
siglos, su paranoia sobre su seguridad fue en aumento. En el corazón de
su imperio levantó una fortaleza monolítica que acabaría por conocerse
como el Bastión Inmortal. Y en el corazón de este titánico reducto
ocultó sus restos.
Pasado algún tiempo, se formó una alianza de
tribus y partidas guerreras, cuyas fuerzas pusieron bajo asedio el
Bastión Inmortal. Durante la batalla, un ladrón desconocido se infiltró
en la poderosa fortaleza eludiendo sus infernales defensas y robó el
cráneo de Mordekaiser. Su esqueleto debía estar entero para que se
pudiera llevar a cabo el ritual de resurrección, pero sus liches,
temiendo la cólera de su señor, le ocultaron el robo.
Sobre las
murallas del Bastión Inmortal, incontables enemigos cayeron ante
Mordekaiser, pero no fue suficiente para impedir la derrota. La
fortaleza fue invadida y el brujo abatido por una inagotable marea de
adversarios. Le arrancaron la terrible maza de la mano y le atenazaron
los miembros con grandes cadenas. Pero sus carcajadas resonaron
atronadoras en medio de la oscuridad mientras lo hacían. No tenía razón
alguna para pensar que no renacería de nuevo, como tantas veces había
hecho. Sus enemigos ataron sus cadenas a unos titánicos basiliscos y,
con una orden entonada a gritos, las escamosas bestias lo desmembraron.
Su
cráneo viajó más allá del mar, a las Islas Bendecidas, un lugar oculto
en neblina y leyenda. Los sabios protectores de aquella tierra conocían
la historia de Mordekaiser y la de sus debilidades. Habían sido ellos
quienes habían ordenado el robo para librar al mundo de su impía
presencia, y ahora que tenían la calavera en su poder, la ocultaron en
las profundidades de sus subterráneos, detrás de puertas cerradas y
defensas mágicas. Los servidores de Mordekaiser se desperdigaron por
todo el mundo en busca del cráneo, pero fueron incapaces de encontrarlo.
Parecía que el reinado de Mordekaiser había llegado realmente a su fin.
Los
años dieron paso a las décadas y las décadas a los siglos, hasta que un
día se desató un terrible cataclismo sobre las Islas Bendecidas. Un rey
cuya mente había sido reducida a un ruinoso estado por el pesar y la
locura lanzó un hechizo que sumió el archipiélago en la oscuridad y lo
transformó en un retorcido reino de criaturas no muertas: Las Islas de
la Sombra. Durante la explosión de brujería que se produjo, la cámara
que custodiaba el cráneo de Mordekaiser saltó en mil pedazos.
Atraídos
como polillas a la luz, los liches de Mordekaiser acudieron raudos a
las islas. Llevaban consigo los huesos de su amo y señor y, tras extraer
su calavera de las ruinas, pudieron por fin franquearle de nuevo las
puertas del mundo.
Desde entonces, Mordekaiser ha forjado su
propio imperio en las Islas de la Sombra, esclavizando un ejército de
muertos cada vez más numeroso. Mira con desprecio a estos espíritus
insomnes, puesto que a diferencia de él, que escogió la senda de la
muerte por propia voluntad, no son sino almas perdidas. Pero eso no
quiere decir que no reconozca su utilidad. En los conflictos que se
avecinan serán la infantería de sus ejércitos.
Al contrario que
los espíritus menores, Mordekaiser no está confinado a la niebla negra.
Es demasiado fuerte para eso. Sin embargo, su siniestra energía le
otorga poderes nada desdeñables. Por ello, al menos de momento, las
Islas de la Sombra son el lugar perfecto para ocultarse y multiplicar
sus fuerzas.
Mientras consolida su poder y medita con perpetua
obsesión cómo poner a salvo sus huesos, ha empezado a dirigir la mirada
más allá del mar, hacia Valoran. Ha puesto los ojos en los imperios y
civilizaciones que nacieron durante su ausencia. Y muy especialmente, se
siente atraído por el Bastión Inmortal, la poderosa fortaleza que
ejerce ahora como capital del joven imperio llamado Noxus.
Una nueva era de oscuridad está próxima.
Sombras de condena.
La Niebla Negra se
ensortijaba y revolvía como una criatura viva mientras avanzaba reptando
alrededor del aislado castillo de piedra grisácea.
Una
enorme figura acorazada caminaba dentro de ella. Su pesada armadura
relucía como el aceite y en el interior de su casco de cuernos ardían
unos orbes de cruel fuego de brujería.
La hierba se
marchitaba bajo sus pies mientras el acorazado espectro marchaba hacia
el portón del castillo. Podía ver movimiento en las murallas. Sabían que
la muerte había venido a buscarlos. Su nombre flotaba en el viento,
susurrado con terror:
Mordekaiser.
Varias flechas perforaron el aire de la noche. Algunas de ellas alcanzaron a Mordekaiser
y se hicieron pedazos, repelidas por su armadura. Una penetró en el
agujero entre el yelmo y la gorguera, sin ralentizar un ápice su
inexorable avance.
Un pesado rastrillo de hierro se
interponía en su camino. El espectro extendió una mano acorazada y la
retorció en el aire. La tracería de hierro chirrió a modo de protesta
mientras se retorcía hasta perder la forma, antes de salir despedida
hacia un lado y dejar a la vista el recio portón de roble que protegía.
Sobre él, unas runas protectoras se encendieron con un fuego al rojo blanco y Mordekaiser
retrocedió medio paso. La Niebla Negra se ensortijó a su alrededor y
los defensores pudieron ver entonces las demás formas que ocultaba:
espectros sombríos y rebosantes de odio que miraban con voraz codicia
las almas de los vivos.
Mordekaiser se adelantó un paso, esgrimiendo su enorme maza
de pinchos, Ocaso. Era un arma de siniestro renombre, que había segado
millares de vidas. Con salvaje violencia, la descargó sobre el portón de
roble.
Las runas, débiles hechizos de protección
hilvanados por sus enemigos, estallaron en mil pedazos, incapaces de
sobreponerse a la negra brujería de Mordekaiser. El portón, arrancado de los goznes, salió catapultado hacia dentro.
La Niebla Negra fluyó a través de la brecha, secundada por Mordekaiser.
Los
soldados y peones de la guarnición lo esperaban en el patio de armas,
más allá. Renacuajos, todos ellos. Su mirada recorrió sus filas en busca
de un rival digno. Finalmente, sus ojos inmortales se posaron sobre un
caballero embutido en plata que le salía al paso, espada en alto.
—Atrás, espectro, si no quieres que te expulse —dijo el caballero—. Este caserío y sus gentes están bajo mi protección.
Como
respuesta a su amenaza, una hueste de espectros y guerreros traslúcidos
se materializó en la Niebla Negra, detrás de su amo y señor.
—Esa alma es mía —dijo Mordekaiser para contener a sus ávidos espíritus. Su voz era profunda y sepulcral, y resonaba con el timbre de la propia muerte.
Señaló con el dedo y un cono de maléfica no-vida se precipitó sobre el caballero.
La armadura de este brilló con intensidad un momento y luego volvió a la normalidad, sin que la nigromancia de Mordekaiser tocara al prisionero.
—Acero demaciano —dijo este con una sonrisa desdeñosa—. No te salvará.
Se
adelantó y descargó un mazazo dirigido al cráneo del caballero. Este lo
detuvo con su espada, aunque la fuerza del impacto lo hizo caer de
rodillas. Mordekaiser se irguió sobre él, alto como una torre.
El
caballero se revolvió hacia un lado y esquivó a Ocaso, que se había
precipitado sobre él trazando un letal arco. Flanqueó a su adversario y
lo golpeó en el costado, y la espada mordió profundamente a través de
las placas y la malla. Para un mortal habría sido un golpe definitivo,
pero para el blindado coloso no fue nada. Mordekaiser se quitó de encima al caballero con un despectivo revés de la mano enguantada.
La Pesadilla de Hierro
se abalanzó sobre él para poner fin a la lucha, pero el caballero
desvió su golpe con infinita destreza y le hundió la hoja de su espada
en el pecho con todas sus fuerzas.
Con un chirrido
metálico, la hoja se abrió paso a través del peto justo encima del
corazón. No hubo resistencia desde el interior, como si la armadura
estuviera hueca.
Mordekaiser agarró al caballero del cuello con una de sus gigantescas manos y lo levantó del suelo.
—Pensaste que podías proteger a estos mortales —dijo—. Pero ahora serás tú quien les quite la vida.
Le estrujó la garganta. El caballero sacudió los pies en el aire.
Con ojos llameantes, Mordekaiser observó detenidamente cómo se le escapaba la vida. Finalmente, dejó caer al suelo el cadáver.
Se arrodilló y puso una mano sobre el pecho del caballero muerto. Al levantarse de nuevo, la sombra del guerrero lo acompañaba.
El espíritu del caballero miró en derredor, con el espanto escrito en sus ojos espectrales.
—Ahora —ordenó Mordekaiser, consciente de que la sombra era impotente ante su voluntad—. Mátalos a todos.