martes, 14 de febrero de 2017

Historia de Leona, el amanecer radiante.

Imbuida del fuego del sol, Leona es una guerrera templaria de los Solari que defiende el monte Targon con su Hoja del cénit y su Escudo del amanecer. Su piel brilla como las estrellas y sus ojos resplandecen con el poder del aspecto celestial de su interior. Leona, enfundada en una armadura de oro y afligida por la terrible carga del conocimiento ancestral, otorga la iluminación a unos y la muerte a otros.
Vivir en las tierras que rodean la elevada cima del monte Targon significa aceptar una vida repleta de adversidades. Aquellos que estén dispuestos a ello representan el testamento del poder del espíritu humano para resistir cualquier cosa por la búsqueda de significado y de un propósito superior. Por muy escabrosas que sean las faldas de la montaña, no se pueden comparar a las dificultades que soportan los que moran en la misma montaña.
La vida en la cumbre de Targon está plagada de peligros. Cuando desciende la rutilante niebla que envuelve la cima, no lo hace sola. Cuando se retira, deja atrás toda clase de vida sobrenatural: criaturas radiantes que matan de forma indiscriminada y cuyas voces susurrantes murmuran secretos innombrables para llevar a los mortales hasta la locura.
Sobreviviendo a duras penas gracias a las plantas de la montaña y a su preciada fauna, la tribu de Rakkor vive en los límites de la resistencia humana. Perfeccionan sus habilidades de guerreros para luchar en la guerra del fin del mundo. Rakkor significa ''tribu del último sol''. Su gente cree que existieron muchos mundos antes que este y que cada uno fue destruido por una enorme catástrofe. Los videntes enseñan que cuando este sol sea destruido, ya no habrá ninguno más. Por ello, los guerreros deben estar preparados para luchar contra aquellos que buscan extinguir su luz.
La batalla es un acto de devoción para los rakkoranos, una ofrenda para que la luz del sol siga resplandeciendo. Se espera que todos los miembros de la tribu luchen y maten sin piedad ni vacilación; Leona no era una excepción. Aprendió a luchar tan pronto como pudo caminar y dominó la espada y el escudo con facilidad. Le fascinaba la niebla que envolvía la cumbre y se preguntaba a menudo lo que podría extenderse más allá de ella. Esa fascinación no le impidió luchar contra las feroces bestias, los entes inhumanos y los pálidos seres sin ojos que bajaban por la montaña.
Luchó contra ellos y les arrebató la vida, tal como le habían enseñado. Sin embargo, un día de su juventud, Leona se encontró en la ladera con un chico de piel dorada con cornamenta y alas similares a las de un murciélago. No hablaba su idioma, pero era evidente que estaba perdido y asustado. La piel de la criatura irradiaba una tenue luz y, a pesar de que todo lo que le habían enseñado desde su nacimiento la instaba a atacarlo, Leona no pudo poner fin a la vida de un ser tan indefenso. En cambio, acompañó al chico al sendero que conducía a la cima, y vio cómo entraba en un rayo de luz solar y desaparecía.
Cuando regresó con los rakkoranos, se la acusó de fracasar con su deber para con el sol. Un chico llamado Atreus la había visto acompañar a la criatura a la montaña para que estuviera a salvo en lugar de matarla. Atreus le había contado a su padre las acciones de Leona y este la denunció por hereje, por haber actuado en contra de las creencias de su gente. Leona no lo negó. Para tal transgresión, las leyes de Rakkor solo establecían un camino: un juicio por combate. Leona se enfrentaría a Atreus en las arenas de combate bajo el sol del mediodía, bajo cuya luz se decidiría el juicio. Leona y Atreus estaban igualados. Las habilidades guerreras de Leona eran formidables, pero Atreus había sido perseverante en su búsqueda de la excelencia guerrera. Leona empuñó su espada y su escudo; Atreus, su lanza. Nadie de los allí reunidos podía predecir el resultado de la batalla.
Leona y Atreus lucharon bajo el sol abrasador, y pese que a ambos les manaba sangre a borbotones de no pocas heridas, ninguno de los dos era capaz de asestar el golpe de gracia. Mientras el sol se hundía en el horizonte, un anciano de los Solari avanzó hacia el campo de batalla de Rakkor con tres guerreros de armaduras doradas y detuvo el duelo. Los Solari eran adeptos de una fe guerrera basada en la adoración al sol, cuyos implacables dogmas dictaban la vida sobre el monte Targon y sus alrededores. El anciano había llegado a Rakkor guiado por sus sueños y por una antigua profecía Solari, que hablaba sobre una guerrera cuyo fuego brillaba más que el sol; una hija de Targon que traería la unidad al reino celestial. El anciano creía que Leona era esa hija y, tras conocer la índole de su transgresión, se reafirmó en dicha creencia.
Los videntes de la tribu le advirtieron que no interfiriese en el duelo, pero el anciano se mantuvo firme. Leona debía acompañarlo y convertirse en una Solari para ser instruida en sus creencias. Los rakkoranos eran independientes hasta la médula, pero incluso ellos atendieron los preceptos sagrados de los Solari. Los guerreros alzaron a Leona del foso y cargaron con su cuerpo malherido desde Rakkor hacia su nueva vida.
El templo de los Solari era una imponente ciudadela situada en las laderas orientales del monte Targon, una aguja reluciente de mármol con vetas doradas y granito pulido. Aquí, Leona conoció las costumbres de la orden sagrada; aprendió cómo veneraban al sol como fuente de toda vida y rechazaban el resto de formas de luz por creerlas falsas. Sus restricciones eran terminantes e inflexibles, pero impulsada por su fe en la profecía del anciano, Leona destacó en este disciplinado entorno. Devoraba las enseñanzas de su nueva fe, igual que un hombre deshidratado se abalanza sobre agua fresca en un desierto. Leona entrenó a diario con la orden guerrera de los Solari, los Ra-Horak, un título rakkorano que significa ''seguidores del horizonte'', y así pulió sus ya temibles habilidades con la espada hasta la perfección. Leona fue ascendiendo hasta comandar a los Ra-Horak y se la llegó a conocer por todo el monte Targon como una servidora del sol justa, leal e incluso ferviente.
Su camino cambió para siempre cuando la convocaron para escoltar a una joven miembro de los Solari al corazón del templo. La muchacha tenía los cabellos blancos como la nieve, y una runa reluciente resplandecía en su frente. Se llamaba Diana, una rebelde a la que Leona conocía muy bien debido a la congoja y desesperación de los ancianos del templo. Diana había desaparecido hace meses, pero ahora regresaba ataviada con una armadura pálida que refulgía con una extraña luz plateada. Diana aseguraba traer grandes noticias, revelaciones que sacudirían los cimientos de los Solari, pero que solo revelaría a los ancianos del templo.
Leona acompañó a Diana junto a guardas armados, ya que su instinto de guerrera percibió algo extraño en el comportamiento de la muchacha. Una vez ante los ancianos, Diana habló sobre los Lunari, una fe ancestral y repudiada que veneraba a la luna, y de cómo todas las verdades a las que se aferraban los Solari estaban incompletas. Describió un reino más allá de la cima de la montaña, un lugar donde el sol y la luna no eran enemigos, donde existían nuevas verdades que podían mostrarles nuevas formas de comprender el mundo. Leona sentía que su ira crecía con cada palabra que decía Diana, y cuando los ancianos rechazaron sus palaras y la tacharon de blasfema, Leona supo que sería su espada la que acabaría con la vida de la hereje.
Leona presenció la furia e incredulidad de Diana ante la negativa de los ancianos, pero antes de que pudiera reaccionar, la chica de pelo blanco se lanzó hacia adelante. Una luz cegadora estalló de las manos extendidas de Diana, y unos orbes de fuego plateado redujeron a ceniza a los ancianos en un abrir y cerrar de ojos. Surgieron llamas blancas en un huracán de gélidos rayos, que arrojaron a Leona al otro lado de la sala. Cuando recuperó el conocimiento, descubrió que Diana se había ido y que los Solari se habían quedado sin líder. Mientras los miembros restantes intentaban asimilar este ataque a su espacio más sagrado, Leona sabía que solo le quedaba un camino: perseguir y destruir a la hereje Diana por el asesinato de los ancianos Solari.
El rastro de Diana fue fácil de encontrar. Las huellas de la blasfema, que eran como mercurio reluciente a los ojos de Leona, se elevaban más allá incluso de las laderas del monte Targon. Los pasos de Leona no vacilaban; ascendían por un paisaje que parecía extraño y desconocido, como si estuviera siguiendo senderos que nunca hubiesen existido hasta ese momento. El sol y la luna se sucedían de forma confusa, como si en cada una de sus respiraciones transcurrieran muchos días y noches. Ni siquiera se detuvo para comer ni beber. Con la furia como único sustento, aguantó más allá de lo que su condición humana hubiese hecho posible.
Al fin, Leona alcanzó la cima de la montaña. Sin aliento, agotada, hambrienta y privada de todo pensamiento ajeno al castigo de Diana. Allí, sentado en una roca en lo alto de la montaña se encontraba el mismo niño de piel dorada cuya vida había perdonado cuando era joven. Tras él, el cielo estaba bañado de una luz ardiente, una aurora boreal de colores imposibles y la silueta de una majestuosa ciudad de oro y plata. Al contemplar las torres acanaladas y los minaretes relucientes, Leona comprendió que el templo de los Solari reflejaba aquella magnificencia y el asombro la hizo caer de rodillas.
El chico de piel dorada le habló en la antigua lengua de los rakkoranos. Le contó que había estado aguardando su llegada desde aquel día y que esperaba que no fuera demasiado tarde. Le tendió su mano y le ofreció mostrarle milagros y la oportunidad de conocer las mentes de los dioses.
Leona nunca había rehuido de nada en su vida. Tomó la mano del niño y este la guio hacia la luz con una sonrisa en la cara. Una columna de luz abrasadora bajó del cielo y envolvió a Leona. Sintió que una presencia conmovedora le llenaba las extremidades de un poder aterrador y de un conocimiento olvidado proveniente de las primeras eras del mundo. Su armadura y sus armas se convirtieron en cenizas en el fuego cósmico y en cambio renacieron en la forma de una armadura ornamentada, un escudo de luz solar de oro forjado y una espada fabricada con luz del alba.
La guerrera que bajó de la montaña parecía la misma que aquella que la había subido, pero todo había cambiado en su interior. Seguía teniendo sus recuerdos y pensamientos, seguía siendo dueña de su cuerpo, pero un fragmento de algo inmenso e inhumano la había elegido como su receptáculo mortal. La dotó de increíbles poderes y de un conocimiento espantoso que se manifestaba en sus ojos y le pesaba en el alma; un conocimiento que solo podría compartir con una persona.
Ahora, más que nunca, Leona sabía que tenía que encontrar a Diana.

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