Imbuida
del fuego del sol, Leona es una guerrera templaria de los Solari que
defiende el monte Targon con su Hoja del cénit y su Escudo del amanecer.
Su piel brilla como las estrellas y sus ojos resplandecen con el poder
del aspecto celestial de su interior. Leona, enfundada en una armadura
de oro y afligida por la terrible carga del conocimiento ancestral,
otorga la iluminación a unos y la muerte a otros.
Vivir en las
tierras que rodean la elevada cima del monte Targon significa aceptar
una vida repleta de adversidades. Aquellos que estén dispuestos a ello
representan el testamento del poder del espíritu humano para resistir
cualquier cosa por la búsqueda de significado y de un propósito
superior. Por muy escabrosas que sean las faldas de la montaña, no se
pueden comparar a las dificultades que soportan los que moran en la
misma montaña.
La vida en la cumbre de Targon está plagada de
peligros. Cuando desciende la rutilante niebla que envuelve la cima, no
lo hace sola. Cuando se retira, deja atrás toda clase de vida
sobrenatural: criaturas radiantes que matan de forma indiscriminada y
cuyas voces susurrantes murmuran secretos innombrables para llevar a los
mortales hasta la locura.
Sobreviviendo a duras penas gracias a
las plantas de la montaña y a su preciada fauna, la tribu de Rakkor vive
en los límites de la resistencia humana. Perfeccionan sus habilidades
de guerreros para luchar en la guerra del fin del mundo. Rakkor
significa ''tribu del último sol''. Su gente cree que existieron muchos
mundos antes que este y que cada uno fue destruido por una enorme
catástrofe. Los videntes enseñan que cuando este sol sea destruido, ya
no habrá ninguno más. Por ello, los guerreros deben estar preparados
para luchar contra aquellos que buscan extinguir su luz.
La
batalla es un acto de devoción para los rakkoranos, una ofrenda para que
la luz del sol siga resplandeciendo. Se espera que todos los miembros
de la tribu luchen y maten sin piedad ni vacilación; Leona no era una
excepción. Aprendió a luchar tan pronto como pudo caminar y dominó la
espada y el escudo con facilidad. Le fascinaba la niebla que envolvía la
cumbre y se preguntaba a menudo lo que podría extenderse más allá de
ella. Esa fascinación no le impidió luchar contra las feroces bestias,
los entes inhumanos y los pálidos seres sin ojos que bajaban por la
montaña.
Luchó contra ellos y les arrebató la vida, tal como le
habían enseñado. Sin embargo, un día de su juventud, Leona se encontró
en la ladera con un chico de piel dorada con cornamenta y alas similares
a las de un murciélago. No hablaba su idioma, pero era evidente que
estaba perdido y asustado. La piel de la criatura irradiaba una tenue
luz y, a pesar de que todo lo que le habían enseñado desde su nacimiento
la instaba a atacarlo, Leona no pudo poner fin a la vida de un ser tan
indefenso. En cambio, acompañó al chico al sendero que conducía a la
cima, y vio cómo entraba en un rayo de luz solar y desaparecía.
Cuando
regresó con los rakkoranos, se la acusó de fracasar con su deber para
con el sol. Un chico llamado Atreus la había visto acompañar a la
criatura a la montaña para que estuviera a salvo en lugar de matarla.
Atreus le había contado a su padre las acciones de Leona y este la
denunció por hereje, por haber actuado en contra de las creencias de su
gente. Leona no lo negó. Para tal transgresión, las leyes de Rakkor solo
establecían un camino: un juicio por combate. Leona se enfrentaría a
Atreus en las arenas de combate bajo el sol del mediodía, bajo cuya luz
se decidiría el juicio. Leona y Atreus estaban igualados. Las
habilidades guerreras de Leona eran formidables, pero Atreus había sido
perseverante en su búsqueda de la excelencia guerrera. Leona empuñó su
espada y su escudo; Atreus, su lanza. Nadie de los allí reunidos podía
predecir el resultado de la batalla.
Leona y Atreus lucharon
bajo el sol abrasador, y pese que a ambos les manaba sangre a borbotones
de no pocas heridas, ninguno de los dos era capaz de asestar el golpe
de gracia. Mientras el sol se hundía en el horizonte, un anciano de los
Solari avanzó hacia el campo de batalla de Rakkor con tres guerreros de
armaduras doradas y detuvo el duelo. Los Solari eran adeptos de una fe
guerrera basada en la adoración al sol, cuyos implacables dogmas
dictaban la vida sobre el monte Targon y sus alrededores. El anciano
había llegado a Rakkor guiado por sus sueños y por una antigua profecía
Solari, que hablaba sobre una guerrera cuyo fuego brillaba más que el
sol; una hija de Targon que traería la unidad al reino celestial. El
anciano creía que Leona era esa hija y, tras conocer la índole de su
transgresión, se reafirmó en dicha creencia.
Los videntes de la
tribu le advirtieron que no interfiriese en el duelo, pero el anciano se
mantuvo firme. Leona debía acompañarlo y convertirse en una Solari para
ser instruida en sus creencias. Los rakkoranos eran independientes
hasta la médula, pero incluso ellos atendieron los preceptos sagrados de
los Solari. Los guerreros alzaron a Leona del foso y cargaron con su
cuerpo malherido desde Rakkor hacia su nueva vida.
El templo de
los Solari era una imponente ciudadela situada en las laderas orientales
del monte Targon, una aguja reluciente de mármol con vetas doradas y
granito pulido. Aquí, Leona conoció las costumbres de la orden sagrada;
aprendió cómo veneraban al sol como fuente de toda vida y rechazaban el
resto de formas de luz por creerlas falsas. Sus restricciones eran
terminantes e inflexibles, pero impulsada por su fe en la profecía del
anciano, Leona destacó en este disciplinado entorno. Devoraba las
enseñanzas de su nueva fe, igual que un hombre deshidratado se abalanza
sobre agua fresca en un desierto. Leona entrenó a diario con la orden
guerrera de los Solari, los Ra-Horak, un título rakkorano que significa
''seguidores del horizonte'', y así pulió sus ya temibles habilidades
con la espada hasta la perfección. Leona fue ascendiendo hasta comandar a
los Ra-Horak y se la llegó a conocer por todo el monte Targon como una
servidora del sol justa, leal e incluso ferviente.
Su camino
cambió para siempre cuando la convocaron para escoltar a una joven
miembro de los Solari al corazón del templo. La muchacha tenía los
cabellos blancos como la nieve, y una runa reluciente resplandecía en su
frente. Se llamaba Diana, una rebelde a la que Leona conocía muy bien
debido a la congoja y desesperación de los ancianos del templo. Diana
había desaparecido hace meses, pero ahora regresaba ataviada con una
armadura pálida que refulgía con una extraña luz plateada. Diana
aseguraba traer grandes noticias, revelaciones que sacudirían los
cimientos de los Solari, pero que solo revelaría a los ancianos del
templo.
Leona acompañó a Diana junto a guardas armados, ya que su
instinto de guerrera percibió algo extraño en el comportamiento de la
muchacha. Una vez ante los ancianos, Diana habló sobre los Lunari, una
fe ancestral y repudiada que veneraba a la luna, y de cómo todas las
verdades a las que se aferraban los Solari estaban incompletas.
Describió un reino más allá de la cima de la montaña, un lugar donde el
sol y la luna no eran enemigos, donde existían nuevas verdades que
podían mostrarles nuevas formas de comprender el mundo. Leona sentía que
su ira crecía con cada palabra que decía Diana, y cuando los ancianos
rechazaron sus palaras y la tacharon de blasfema, Leona supo que sería
su espada la que acabaría con la vida de la hereje.
Leona
presenció la furia e incredulidad de Diana ante la negativa de los
ancianos, pero antes de que pudiera reaccionar, la chica de pelo blanco
se lanzó hacia adelante. Una luz cegadora estalló de las manos
extendidas de Diana, y unos orbes de fuego plateado redujeron a ceniza a
los ancianos en un abrir y cerrar de ojos. Surgieron llamas blancas en
un huracán de gélidos rayos, que arrojaron a Leona al otro lado de la
sala. Cuando recuperó el conocimiento, descubrió que Diana se había ido y
que los Solari se habían quedado sin líder. Mientras los miembros
restantes intentaban asimilar este ataque a su espacio más sagrado,
Leona sabía que solo le quedaba un camino: perseguir y destruir a la
hereje Diana por el asesinato de los ancianos Solari.
El rastro de
Diana fue fácil de encontrar. Las huellas de la blasfema, que eran como
mercurio reluciente a los ojos de Leona, se elevaban más allá incluso
de las laderas del monte Targon. Los pasos de Leona no vacilaban;
ascendían por un paisaje que parecía extraño y desconocido, como si
estuviera siguiendo senderos que nunca hubiesen existido hasta ese
momento. El sol y la luna se sucedían de forma confusa, como si en cada
una de sus respiraciones transcurrieran muchos días y noches. Ni
siquiera se detuvo para comer ni beber. Con la furia como único
sustento, aguantó más allá de lo que su condición humana hubiese hecho
posible.
Al fin, Leona alcanzó la cima de la montaña. Sin aliento,
agotada, hambrienta y privada de todo pensamiento ajeno al castigo de
Diana. Allí, sentado en una roca en lo alto de la montaña se encontraba
el mismo niño de piel dorada cuya vida había perdonado cuando era joven.
Tras él, el cielo estaba bañado de una luz ardiente, una aurora boreal
de colores imposibles y la silueta de una majestuosa ciudad de oro y
plata. Al contemplar las torres acanaladas y los minaretes relucientes,
Leona comprendió que el templo de los Solari reflejaba aquella
magnificencia y el asombro la hizo caer de rodillas.
El chico de
piel dorada le habló en la antigua lengua de los rakkoranos. Le contó
que había estado aguardando su llegada desde aquel día y que esperaba
que no fuera demasiado tarde. Le tendió su mano y le ofreció mostrarle
milagros y la oportunidad de conocer las mentes de los dioses.
Leona
nunca había rehuido de nada en su vida. Tomó la mano del niño y este la
guio hacia la luz con una sonrisa en la cara. Una columna de luz
abrasadora bajó del cielo y envolvió a Leona. Sintió que una presencia
conmovedora le llenaba las extremidades de un poder aterrador y de un
conocimiento olvidado proveniente de las primeras eras del mundo. Su
armadura y sus armas se convirtieron en cenizas en el fuego cósmico y en
cambio renacieron en la forma de una armadura ornamentada, un escudo de
luz solar de oro forjado y una espada fabricada con luz del alba.
La
guerrera que bajó de la montaña parecía la misma que aquella que la
había subido, pero todo había cambiado en su interior. Seguía teniendo
sus recuerdos y pensamientos, seguía siendo dueña de su cuerpo, pero un
fragmento de algo inmenso e inhumano la había elegido como su
receptáculo mortal. La dotó de increíbles poderes y de un conocimiento
espantoso que se manifestaba en sus ojos y le pesaba en el alma; un
conocimiento que solo podría compartir con una persona.
Ahora, más que nunca, Leona sabía que tenía que encontrar a Diana.
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