Janna,
armada con el poder de los vendavales de Runaterra, es un misterioso
espíritu elemental que aprovecha el viento para proteger a los más
desfavorecidos de Zaun. Hay quien cree que surgió de los ruegos de los
marineros de Runaterra, que rezaban por ganarse el favor de los vientos
en sus singladuras por las aguas traicioneras y en el fragor de la
tempestad. Desde entonces, el nombre de Janna ha resonado en las
profundidades de Zaun, donde se ha convertido en un faro de esperanza
para los necesitados. Nadie sabe dónde ni cuándo aparecerá, pero casi
siempre ha respondido a la llamada.
Muchos marineros de Runaterra
recurren a extrañas supersticiones, lo que es comprensible, ya que con
frecuencia su suerte depende de los tempestuosos caprichos del tiempo.
Algunos capitanes insisten en derramar sal en la cubierta para que el
mar no se percate de que vienen de la costa. Otros se aseguran de
devolver al mar su primera captura, como muestra de piedad. Por eso no
resulta sorprendente que la mayoría implore al propio viento una brisa
firme, un mar en calma y un cielo despejado.
Muchos creen que Janna surgió de estas oraciones.
En
sus inicios era pequeña. En ocasiones, los navegantes veían un pájaro
de un azul brillante justo antes de que un saludable viento de cola
hinchase sus velas. Otros sostenían que habían oído un silbido en el
aire justo antes de una tormenta, como si fuera una advertencia de su
llegada. A medida que se extendió la noticia de estos buenos presagios,
los avistamientos del ave se hicieron más comunes. Algunos juraban que
la habían visto transformarse en una mujer. Contaban que tenía las
orejas puntiagudas y la melena suelta, que flotaba sobre el agua y
comandaba el viento con un bastón.
Los navegantes crearon
improvisados altares con huesos de gorriones marinos y conchas de ostras
brillantes en las proas de sus barcos. Los mejores navíos los
incorporaron como mascarones, con la esperanza de que su muestra más
ostentosa de fe les granjease aún mejores vientos.
Con el tiempo,
los marineros de Runaterra acordaron un nombre para este espíritu del
viento: "Janna", una antigua palabra de Shurima que significaba
"protectora". A medida que más navegantes empezaban a creer en ella y le
hacían ofrendas más elaboradas para obtener su favor, Janna iba ganando
en fortaleza. Ayudaba a los exploradores a cruzar las nuevas aguas,
alejaba a los barcos de los arrecifes y, en las noches especialmente
oscuras, tejía un manto de brisa cálida sobre los hombros del marinero que
añoraba su hogar. Se decía que, en ocasiones, sacaba de su curso con
súbitas tormentas a cuantos albergaban malas intenciones en su travesía,
como piratas, corsarios y otros semejantes.
Janna asumía su labor
con gran alegría. Se sentía feliz velando por los océanos de Runaterra,
ayudando a los necesitados y castigando a quienes lo merecían.
Hasta
donde alcanzaba la memoria de Janna, los océanos occidental y oriental
de Valoran estaban separados por un único istmo. Para desplazarse del
oeste hacia el este, o del este hacia el oeste, las naves debían dominar
las bravas aguas del extremo del continente meridional. La mayoría de
barcos presentaban sus ofrendas a Janna, rogando por un viento fuerte
que acortase la peligrosa travesía por la costa rocosa.
Los padres
de la bulliciosa ciudad de la orilla del istmo se cansaron de observar
el largo recorrido de los navíos alrededor del continente, que en
ocasiones podía durar meses. Contrataron a los más brillantes
científicos para que usasen los valiosos recursos químicos descubiertos
en la zona para crear una inmensa vía navegable que uniese los mares
principales de Valoran.
Las noticias del canal se propagaron como
la viruela entre los marineros. Una ruta semejante abriría innumerables
oportunidades comerciales, permitiría el tránsito sencillo a través de
las peligrosas aguas, reduciría el tiempo de la travesía y haría
factible el transporte de bienes perecederos. Acercaría Oriente y
Occidente, y, sobre todo, traería cambios.
Con el canal abierto,
los marineros no necesitarían los vientos de Janna para proteger sus
barcos de los acantilados de Valoran. No tendrían que construir
elaborados altares ni buscar pájaros azules en los horizontes
tormentosos. La seguridad y la velocidad de sus naves ya no dependería
de una deidad impredecible, sino del ingenio del hombre. Y así, cuanto
más progresaban las obras a lo largo de las décadas, más decaía el
fervor por Janna. Sus altares se estropearon, destrozados por las
gaviotas, y rara vez se susurraba su nombre, aunque las aguas corriesen
afiladas y revueltas en lo más crudo del invierno.
Janna se sentía
cada vez más débil, al igual que sus poderes. Cuando intentaba invocar
una tempestad, tan solo alcanzaba a conjurar una ligera ventolina. Si
decidía transformarse en su forma de ave, solo podía volar durante unos
minutos antes de parar a descansar. Había significado tanto para las
gentes del mar apenas unos años antes... ¿Tan fácilmente se olvidaban de
alguien que solo quería mantenerlos a salvo y honrar sus plegarias? La
tristeza ante su lento declive hacia la irrelevancia la consumía. Cuando
término de la construcción del canal, tan solo quedaba de ella el rastro
de una imperceptible brisa.
La inauguración del canal se tiñó de
júbilo. Se colocaron miles de dispositivos tecnoquímicos a lo largo del
istmo. Los padres de la ciudad se reunieron para la ceremonia de
encendido de la carga, mientras que los viajeros procedentes de todos
los rincones del mundo esperaban atentos, con la sonrisa en el rostro y
rebosantes de orgullo en los corazones.
Los dispositivos se activaron. Se levantó una niebla química de roca fundida. Las explosiones resonaron por todo el istmo.
Las
paredes de los acantilados empezaron a agrietarse. La tierra comenzó a
temblar. La concurrencia escuchó el rugido de las aguas y el silbido del
gas.
En ese momento irrumpieron los gritos.
En los años que
siguieron, nadie supo el motivo exacto del desastre. Algunos sostenían
que fue a causa de la inestabilidad de las bombas químicas, y otros
replicaron que fue debido a un error de cálculo de los ingenieros. Con
independencia del motivo, las explosiones provocaron una reacción en
cadena de seísmos que sacudieron el istmo hasta lo más profundo. Barrios
enteros se hundieron en el océano y casi la mitad de los habitantes de
la ciudad se vieron de pronto luchando por su vida contra las corrientes
de uno y otro mar.
Mientras se hundían bajo las aguas por
millares, clamaban pidiendo ayuda, rogando por que alguien los salvase. Y
salió de sus labios el nombre que, hasta hacía poco tiempo, había
reposado en sus corazones en los momentos de mayor peligro en alta mar:
Janna.
Sacudida por el aluvión de súplicas de ayuda, Janna se materializó con mayor poder del que había sentido nunca.
Muchos
de los que habían caído al agua ya se habían ahogado, pero, cuando
Janna vio las nubes químicas surgiendo de las grietas en las calles,
envenenando y asfixiando a los cientos de infelices que las respiraban,
al instante supo cómo ayudar.
Desapareció en medio del gas
mortecino, que, hasta donde alcanzaba la vista, abrumaba con su yugo
cáustico a las víctimas indefensas del nacimiento del gran canal.
Sosteniendo en alto su bastón, cerró los ojos. El viento empezó a girar
en torno a ella, con un vórtice tan potente que los que la habían
convocado empezaron a creer que los arrastraría de una pieza, si antes
no los hacía pedazos. Del báculo emanó una luz cada vez más brillante,
hasta que, al fin, de un único golpe certero y feroz, disipó la niebla
tóxica. Cuantos la habían invocado contuvieron el aliento y alzaron los
ojos hacia la mujer que los había salvado, jurando no volver a
olvidarla.
Sopló una ráfaga de viento, y Janna desapareció...
aunque algunos juraron haber visto cómo un pájaro azul anidaba en lo
alto de las torres de hierro y cristal de la ciudad.
Años después
de la reparación de la ciudad de Zaun y de la construcción de la
reluciente Piltover sobre ella, el nombre de Janna aún pervive en
innumerables relatos, que hablan del espíritu errante del viento que se
aparece en los momentos de mayor necesidad. Cuando el Gris de Zaun
amenaza, hay quien dice que Janna sopla para alejarlo y desaparece tan
rápido como vino. Cuando un barón de la química se pasa de la raya o los
gritos de una víctima quedan sin respuesta, un temible torrente de
viento sacude los callejones y ayuda a cuantos otros niegan el auxilio.
Algunos
dicen que Janna es un mito: un cuento de hadas optimista que los
desahuciados relatan para aferrarse a un atisbo de esperanza en mitad
del tormento. Otros, los que piensan en Janna cuando el viento silba
entre las callejuelas de la ciudad o se arremolina en torno a los
altares artesanales (construidos ahora con chatarra, en lugar de huesos
de ave), saben que no es así. Cuando una ráfaga de aire resuena en las
contraventanas y arranca la colada tendida, Janna no está lejos. Cada
Día del Progreso, no importa el frío que haga, los creyentes abren
puertas y ventanas de par en par para que Janna pueda expulsar el aire
viejo del año que termina y renovarlo. Hasta los escépticos se sienten
reconfortados cuando logran atisbar un pájaro azul surcando los cielos
de Zaun. Aunque nadie puede asegurar cuándo o cómo aparecerá Janna, o si
lo hará siquiera, casi todos concuerdan en lo mismo: es bueno que haya
alguien que te cuide.
*istmo:franja alargada y estrecha de terreno que une dos continentes, dos
partes diferenciadas de un continente, o una península y un continente.